Poemas muertos de barro y ceniza
inundan la sala engalanada
por aires andaluzmente americanizados.
Rostros contraídos por los nervios
se muestran sombríos sobre la rampa
que les separa de su puesta en escena.
Acordes prohibidos suenan al viento,
mientras un respetuoso público
espera en silencio que comience
el dulce y fluido estallido de palabras
de nuestra querida narradora.
Rotos por el respeto y la admiración
aguantan en silencio corresponder
con vítores y entusiasmo el paso de
los poemas recitados desde el corazón,
por un grupo de personas que se dejó el
alma en alta mar por contar su tragedia.
Tristeza en el aire y satisfacción en los rostros,
mientras suenan los últimos rasgueos de guitarra
y de nuevo la dulce voz de nuestra narradora
nos indica que todo está acabando.
Muerto se quedó Federico en Granada,
con un clavel en las manos y una sonrisa en sus labios
viendo desde el cielo, como once almas poetas
lucharon para homenajearlo y recordarle a la gente
que "EL CRIMEN FUE EN GRANADA, EN SU GRANADA."
Tomás Moya
inundan la sala engalanada
por aires andaluzmente americanizados.
Rostros contraídos por los nervios
se muestran sombríos sobre la rampa
que les separa de su puesta en escena.
Acordes prohibidos suenan al viento,
mientras un respetuoso público
espera en silencio que comience
el dulce y fluido estallido de palabras
de nuestra querida narradora.
Rotos por el respeto y la admiración
aguantan en silencio corresponder
con vítores y entusiasmo el paso de
los poemas recitados desde el corazón,
por un grupo de personas que se dejó el
alma en alta mar por contar su tragedia.
Tristeza en el aire y satisfacción en los rostros,
mientras suenan los últimos rasgueos de guitarra
y de nuevo la dulce voz de nuestra narradora
nos indica que todo está acabando.
Muerto se quedó Federico en Granada,
con un clavel en las manos y una sonrisa en sus labios
viendo desde el cielo, como once almas poetas
lucharon para homenajearlo y recordarle a la gente
que "EL CRIMEN FUE EN GRANADA, EN SU GRANADA."
Tomás Moya
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